Massimiliano Brolli : 6 agosto 2025 07:45
Durante décadas, hemos celebrado lo digital como la promesa de un futuro más conectado, eficiente y democrático.
Pero hoy, al mirar a nuestro alrededor, surge una pregunta sutil e inquietante: ¿Y si realmente hemos entrado en la era de la decadencia digital? Una era en la que la tecnología, antaño motor del progreso, se está convirtiendo en una pesada carga, generando desinformación, dependencia y, sobre todo, deshumanización. Donde lo digital nos promete todo, pero poco a poco nos arrebata lo que nos hace humanos.
En este artículo, quiero compartir algunas «señales» que he estado observando durante algún tiempo y que intento contextualizar. Pistas sutiles, pero cada vez más evidentes, muestran cómo el sueño digital está perdiendo claridad, dejándonos como espectadores de una transformación que nos afecta a todos, y que quizás estemos experimentando en lugar de impulsar.
Miles de millones de contenidos se publican en línea cada día. Pero ¿cuánto de esta producción tiene valor real?
La información se ha convertido en ruido, el texto en clickbait, las imágenes en laberintos que captan la atención.
El conocimiento profundo se ha sacrificado en aras de la viralidad y la velocidad. La cantidad ha eclipsado a la calidad. En este escenario, lo verdadero queda sepultado bajo lo viral, y el usuario promedio, bombardeado por información, pierde su capacidad crítica.
Se suponía que la IA mejoraría nuestras capacidades cognitivas, liberándonos de las tareas repetitivas. En cambio, se está desarrollando un escenario inquietante: textos, imágenes, videos e incluso emociones sintéticas producidas a una velocidad inhumana, haciendo que lo real sea indistinguible de lo simulado.
La autenticidad está perdiendo valor. La creatividad humana se ve eclipsada por un flujo imparable de «productos digitales» generados por máquinas. Lo que antes era raro y preciado ahora es replicable, indistinto, «estadístico» y carente de alma.
Las redes sociales, nacidas para unir a las personas, se han convertido en espacios de alienación, narcisismo y polarización.
El concepto mismo de «amistad» se ha vaciado. Las interacciones humanas están filtradas por algoritmos que deciden qué debemos ver, pensar y desear. Se habla mucho de «compromiso», pero lo que está creciendo es la soledad. Y quienes trabajamos en ciberseguridad lo vemos. Estafas románticas, matanza de cerdos. La tecnología digital ha multiplicado las conexiones, pero está debilitando irremediablemente los vínculos y la autenticidad en general.
En el capitalismo digital, el recurso más preciado no es el dinero, sino nuestra atención. Y para obtenerla, todo vale: notificaciones interminables, desplazamiento sin fin (que está lobotomizando a los jóvenes), y todo esto con recompensas de dopamina.
Las plataformas ya no solo nos ofrecen servicios: nos observan, nos influyen y nos mantienen pegados. La vigilancia fue una vez el núcleo del modelo de negocio de Internet (como explicó el gran Bruce Schneier). Hoy en día, algo más sutil y generalizado está sucediendo: la adicción se ha convertido en el nuevo modelo de negocio.
La libertad individual se está disolviendo por la compulsión algorítmica. Ya no somos usuarios, somos mercancías: perfilados, diseccionados y revendidos al mejor postor, mientras creemos ejercer la libre elección en un ecosistema diseñado para ser manipulado.
Cada acción que realizamos en línea deja muchos rastros. Cada dispositivo es una puerta de entrada. La digitalización total nos ha vuelto vulnerables como nunca antes. Desde la vigilancia masiva hasta las filtraciones de datos personales, desde el ransomware que paraliza hospitales hasta los deepfakes que minan la confianza pública, vivimos inmersos en una era de inseguridad digital sistémica. La tecnología digital, que se suponía que nos brindaría mayor seguridad, ha abierto nuevas e impredecibles fronteras de riesgo.
La privacidad, antaño un pilar de la dignidad individual, es ahora una quimera: prometida en palabras, pero lamentablemente violada sistemáticamente en la práctica. Una ilusión que nos venden mientras nos observan, perfilan y monetizan.
¿Se percibe cansancio en el ambiente?
Los nuevos dispositivos, aplicaciones y actualizaciones parecen más rutinas de consumo para mantener en marcha la rueda del consumo que revoluciones culturales. ¿El iPhone 17? ¿Pero qué tiene de revolucionario en comparación con el iPhone 12?
Las grandes empresas ya no innovan para cambiar el mundo, sino para consolidar su dominio.
El mercado está concentrado, la energía creativa se ha extinguido. Las startups, que antes eran laboratorios del futuro con un puñado de personas iluminadas, hoy persiguen lo efímero: hacer que la comida sea más rápida, las citas más superficiales, las notificaciones más invasivas.
La innovación ha perdido su brújula. Y nosotros, quizás, hemos perdido la capacidad de distinguir el progreso de su caricatura.
En nuestra época, los grandes conglomerados globales ya no son simplemente corporaciones. Son potencias supranacionales, gigantes económicos que mueven un capital superior al producto interior bruto de naciones enteras. Tienen sus sedes en rascacielos, pero profundas raíces en el fértil terreno de la política. Ninguna cumbre internacional, ninguna agenda global puede ignorar su influencia e interferencia. Han redefinido las reglas, transformando la democracia en un ejercicio de relaciones públicas y la soberanía en una formalidad administrativa.
Alimentados por datos, recursos y consenso, estos nuevos Leviatanes tecnológicos han creado un ecosistema donde los negocios son el valor supremo, una nueva ética mercantil que suplanta a la humana. Los humanos ya no son «ciudadanos del mundo» sino usuarios; ya no son sujetos de derecho, sino «objetos de perfilación». Y mientras nos engañamos creyendo que estamos conectados, ellos construyen catedrales de silicio y laberintos algorítmicos para nuestras mentes, explotando cantidades de energía sin precedentes.
La inteligencia artificial, con toda su promesa de progreso, también es producto de un hambre incontrolable de energía. Y esta hambre ha reavivado antiguos apetitos: los complejos nucleares privados se alzan como nuevas potencias. La visión de un mundo más limpio, consagrada en los sueños de la Agenda 2030, se disuelve en el calor radiactivo de los reactores para impulsar el aprendizaje de modelos de inteligencia artificial. Y esta es una carrera que quema silenciosamente los principios ecológicos y los valores humanos.
La Tierra ya no se percibe como una madre, sino como una cantera. Y como cualquier hijo desagradecido, la humanidad continúa violándola, saqueándola e ignorando sus límites. No hay respeto por el hogar en el que vivimos, y menos aún por nosotros mismos y nuestros hijos.
Nos hemos convencido de que el valor solo se mide por el capital, los márgenes de beneficio y el crecimiento perpetuo. Hemos confundido la expansión continua con un signo de salud, olvidando que en la naturaleza, lo que crece desequilibrado, sin límites, destruyendo su entorno y, en última instancia, a sí mismo… se llama tumor.
No podemos saber con certeza si estamos al comienzo del ocaso digital o en una fase de transformación.
La decadencia digital no es solo tecnológica: es antropológica. Es el lento declive de nuestra capacidad para distinguir lo real de lo simulado, lo verdadero de lo plausible, lo humano de lo algorítmico. Es la erosión progresiva del pensamiento crítico, la intimidad y la reflexión, en favor de la velocidad, la reacción y la superficialidad.
Es cierto que cada época ha tenido sus momentos de exceso, crisis y reflexión intensa.
Pero lo que está claro es que el paradigma actual es insostenible. Necesitamos una nueva visión: un mundo digital que no consuma, sino que construya; que no manipule, sino que emancipe; que produzca no solo ganancias, sino también sentido común.
La decadencia, después de todo, no es necesariamente el fin. A menudo es una llamada al cambio. Una señal de que algo debe evolucionar.
Depende de nosotros decidir si presenciamos el colapso o si somos protagonistas de un «renacimiento digital».
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